I+D+i
Una de las cosas más curiosas de la innovación es la dificultad en medirla. De dar cuenta de ella. Y quizá ello explique su popularidad
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José Miguel Benavente
Al parecer la innovación llegó para quedarse. Todos hablan de ella. Están en las pancartas de las universidades, en los slogans de empresas, hasta en las peluquerías al promocionar algunos cortes -valga la redundancia, innovadores. Hasta tenemos un Consejo Nacional de Innovación. Todo es innovación. Todos somos innovadores. Viva la innovación. Pero, ¿de qué diablos estamos hablando cuando hablamos de innovación?
No será que se trata de algo que siempre existió y que el gurú de moda nos dice que está in hablar de ello. O, que a algún economista se le ocurrió que la innovación explica las diferencias observadas en las tasa de crecimiento de los países.
Una de las cosas más curiosas de la innovación es la dificultad en medirla. De dar cuenta de ella. Y quizá ello explique su popularidad. Muchos dirían que si no se puede medir, entonces no existe. ¿No existe la innovación? Difícil de creer aquello.
El mismo Consejo, basado en lo que plantea la OCDE, menciona que la innovación más que un resultado se trata de un proceso. Mediante el cual ciertos productos o procesos productivos, desarrollados en base a nuevos conocimientos o la combinación novedosa de conocimiento existente son introducidos eficazmente en los mercados. Y, por lo tanto, en la vida social. Proceso que, por lo demás no sabemos mucho acerca de cómo funciona. Ni a nivel de firma ni menos a nivel del país. En medirla, ni hablar.
Lo que sí sabemos es que empresas (y países) que invierten recursos en generar ideas, que entrenan y/o contratan personal con estudios universitarios especialmente de posgrado, que están atentos a cómo se desenvuelve el ambiente tecnológico que los rodea, que están dispuestos a correr riesgos y hacer apuestas en algunos productos (sectores) que actúan en forma colectiva, asociativa, y sobretodo prospectivamente, en promedio les va mejor. Crecen más, mejora el nivel de vida de sus trabajadores (ciudadanos) y curiosamente, su distribución del ingreso es mejor y a veces, hasta son más felices.
Pero la innovación no es ciencia ni necesariamente tecnología, aunque se puede innovar en estas dos últimas. Y de hecho se hace. Los innovadores no necesariamente tienen que ser científicos y lo opuesto también es cierto.
Para ponerlo en simple -y cito a un amigo, a diferencia de la investigación científica que transforma dinero (la gran mayoría, fiscal) en ideas, la innovación, en cambio, permite transformar ideas en dinero (muchas veces, privado). La siglas I+D que se usan para dar cuenta de los recursos financieros que un país o empresa invierte para generar ideas se refieren a Investigación y Desarrollo (y no a Innovación y Desarrollo). Las competencias y talentos de aquellos que innovan, así como los obstáculos, tiempos y sobretodo recompensas asociadas a la innovación son muy diferentes de aquellas de la ciencia y la tecnología. Los argumentos económicos y sociales para usar recursos públicos en las tres: ciencia, tecnología e innovación, son poderosos pero obviamente diferentes. Afinar la puntería en los mecanismos de apoyo a estas actividades requiere dar cuenta de sus diferencias y sobretodo lo que se espera de cada una. Más aun sabiendo que necesitamos innovar para poder medirlas.